Dos imágenes permiten ilustrar por qué es correcto decir que el miércoles por la noche se creó un ambiente mágico en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes. En ambas, los protagonistas fueron niños que parecían trasladados a su mundo interior, mientras las voces operísticas de los Solistas Ensamble del INBA y los acordes de la Sinfónica de Alientos de la Policía Federal llenaban con sonidos armónicos la sala de entrada del más importante recinto cultural de México, como parte de segundo Festival Luces de Invierno.
Cuando las voces femeninas del coro comenzaron a cantar el célebre canto popular francés Los ángeles de nuestros campos (Les anges dans nos campagnes) el poder de la melodía fue tan fuerte que prácticamente el medio millar de personas que llenaba las escaleras y pasillos del vestíbulo se quedaron congelados. Pero entre todos había un espectador que, ajeno a las miradas, mostraba tener una experiencia superior: un niño de menos de un metro de altura, con una manzana cubierta de caramelo, clavada en un palo y a medio morder.
Cuando las cantantes repetían la parte de la canción que dice: “Gloria in excelsis Deo. Gloria in excelsis Deo”, el pequeño espectador inhalaba profundamente y metía aire a sus pulmones mientras las intérpretes extendían, en el canto, la letra “o” de Gloria y la llevaban a alturas superiores del Palacio. Del mismo modo, cuando ellas llevaban el canto a tonos bajos al decir “in excelsis Deo”, el mismo niño, con la mirada enfocada en los rostros de los cantantes, exhalaba lentamente y en silencio. Olvidándose totalmente de su golosina de manzana a medio morder.
Imágenes similares se veían en diferentes personas, niños, ancianos, parejas jóvenes y adolescentes, quienes desde antes de las seis de la tarde habían llenado todo espacio disponible para disfrutar este concierto gratuito.
“Este es un concierto para que ustedes se llenen de alegría y estos sonidos perduren dentro de ustedes toda esta temporada navideña y se extiendan más allá, hasta el año que empieza”, dijo durante un breve saludo al público el director de orquesta Luis Manuel Sánchez Rivas, de cuyos movimientos partía después mucho de lo que emocionalmente ocurría en el vestíbulo.
Aunque la imagen más famosa del Palacio de Bellas Artes es su exterior de mármol blanco y cúpulas doradas, el vestíbulo tiene una belleza que captura la mirada con sus muros y columnas de mármol rosa y negro, así como con el color dorado de la herrería de las taquillas, barandales y bases de las lámparas de tungsteno.
En ese lugar una niña, de aproximadamente ocho años, también parecía hipnotizada con las piezas navideñas interpretadas por Solistas Ensamble del INBA y la Sinfónica de Alientos de la Policía Federal.
Con su vestido verde, de bolitas azules, calcetas y moño blanco, que sujetaban un sedoso cabello negro, la pequeña comenzó a bailar y girar, indiferente a quienes la rodeaban, cuando comenzó a sonar el Vals de las flores, de Piotr Ilich Tchaikovski. En un momento levantó su mirada hacia el techo de la bóveda de Bellas Artes y extendió sus brazos, seguramente imaginándose ser bailarina. Y se mantuvo girando, cinco, 10, 15 vueltas, conectada con la música del concierto. Luego se detuvo, se sentó en el piso con las piernas cruzadas y, como si se tratara de un colofón, extendió los brazos y dejó la mirada clavada al suelo.
Durante una hora el público se mantuvo junto, compartiendo la calidez de los colores del vestíbulo de mármol rosa y luces de tungsteno en lámparas estilo art nouveau; pero también aprovechando la calidez de la compañía humana, junto con piezas de gran sentido navideño, como Adeste fideles, de John Francis Wade; Noche de paz, de Franz Gruber, o Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach, entre otros autores.