La Playa D.C., una metáfora sobre los sueños y la supervivencia

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Tomás es un muchacho del gueto de Bogotá que carga bultos para sobrevivir y habita una chabola con su madre, su padrastro y hermanos. Un día conoce a unos peluqueros y se siente tentado a seguir aquella profesión incorporando sus propios diseños de rape al estilo afro.

Sin embargo, antes debe encontrar a su hermano menor quién es buscado por los narcos del suburbio por haber consumido toda la mercancía que iba a distribuir. Es entonces cuando Tomás entra en una oscura dualidad dónde por un lado están sus sueños de tener un oficio y al mismo tiempo, la dura realidad que le presenta su ámbito social colmado de violencia.
El director colombiano radicado en Canadá, Juan Andrés Arango, crea con su ópera prima La Playa D.C. una poética metáfora sobre la comunidad afrolatina de su país, siendo reconocido por la crítica especializada en la sección Un Certain Regard en el pasado Festival de Cannes.
La película, coproducción de Colombia, Francia y Brasil, se presentará del 20 al 25 de abril en el 33 Foro Internacional de la Cineteca Nacional, contando con la distribución, en exclusiva, de este mismo recinto a nivel nacional.
Musicalizada por momentos con las voces de los llamados «cantadores alabados colombianos», el director sumerge al espectador en una atmósfera que por instantes se antoja nihilista, pero que recobra la esperanza por la entereza del protagonista, interpretado por el joven actor de 15 años, Luis Carlos Guevara.
Con la fotografía en tonos deslavados de Nicolás Canniccioni, la historia tiene la estructura de un cuento de Dickens en la Bogotá contemporánea, mostrando en algunas tomas el contraste entre el barrio pobre de Tomás y la moderna urbe que se extiende en el horizonte con numerosos rascacielos que brillan en la noche.
A medida que avanza la trama, vemos cómo Tomás está enamorado de una joven blanca, hija de un peluquero que mantiene un local en un concurrido centro comercial. Las visitas para ver a su novia las realiza en secreto, pero eso guarda muchos inconvenientes pues cuando necesita más consuelo, no puede acercarse abiertamente a ella.
En la peluquería del barrio, adornada de grafiti, los diseños realizados con la máquina de afeitar se convierten poco a poco en la principal actividad del joven adolescente, quién combina en los trabajos para sus clientes, los símbolos de sus ancestros afrocolombianos con otras modas actuales como las trenzas rasta.
Pero en lo que pareciera ser una maldición, al cabo de unos días, Tomás asiste al funeral de su hermano pequeño que es velado por sus familiares entre cantos religiosos, cuando tan sólo pocos días antes, lo había encontrado oculto en una desolada pensión y a manera de ritual fraterno había fumado con él la pipa de la paz repleta de hierba.
Sin hacer uso de los consabidos plot points y climax del cine sajón, el director mantiene la trama en un desarrollo horizontal, sin epifanías ni exaltaciones de venganza o superación personal al estilo hollywoodense, mostrando que la calle es la calle y que lo único que queda por hacer es sobrevivir.
Por ello, el protagonista se rapa la cabeza a manera de luto y de rebelión personal y decide finalmente comenzar su propio negocio, ubicándose con una silla y una rasuradora eléctrica en una transitada avenida de su barrio para tratar de captar clientes interesados en sus diseños de rape, por los que sólo cobra cinco pesos.

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