En junio de 1894, Hermenegildo Bustos, entonces con 62 años de edad, se quejaba de los apretados bordes del calendario y de cómo la temporada de lluvias se retrasaba tanto para el cultivo del maguey, tiempo que aprovechaba para pintar algún cuadro.
Así lo apunta Raquel Tibol en el libro Hermenegildo Bustos, pintor del pueblo, en el que da cuenta que «lo memorioso y lo contemplativo le venía a Hermenegildo de su padre, el campanero José María Bustos, quien desde el nacimiento de su hijo en 1832, apuntó en un cuaderno santo y seña de lo que ocurría en la vida de su vástago, quien nació a las 11:30 horas y su madre, María Dionisia de la Trinidad Bustos, fue atendida por la partera María Carmela Arriaga”.
En el aniversario del natalicio del pintor mexicano, Conaculta lo recuerda a través de los textos de la investigadora y crítica de arte, autora de uno de los más importantes volúmenes en torno al artista, quien plasmó en su obra un retrato certero, onírico y a veces tremendamente hiperrealista del pueblo mexicano.
Tibol cita Walter Pach en su ensayo Descubrimiento de un pintor americano, cuando compara la intensidad expresiva de los retratos de Hermenegildo Bustos con los producidos en Egipto durante el dominio del imperio Romano.
«Estas obras, conocidas como los Retratos funerarios de Fayum, reafirman lo viviente ante la amenaza del cambio, del deterioro físico, de la muerte. La visión plástica bustiana tiene la misma materia incorruptible que hoy apreciamos en los mejores retratos del siglo XIX».
En el libro, Tibol señala que aunque en Frida Kahlo hubo una profunda conciencia postfotográfica con transfiguraciones simbolistas y surrealistas, en muchos retratos de Bustos se puede apreciar una cualidad observada por Diego Rivera en los autorretratos de Frida.
«Las pequeñísimas cabezas están esculpidas a pincel como si fueran un tamaño colosal, así aparecen cuando las amplifica al tamaño de todo un muro la magia de un proyector».
En su captación imitativa de la realidad, afirma, Bustos se acercó a la tendencia predominante de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el arte se contagia de intereses científicos, sobre todo en la observación racionalizada de la naturaleza.
«La dignidad de lo verdadero, ese fue el sentido de la belleza que normó el trabajo de Hermenegildo Bustos, un trabajo directo, creíble, culturalmente activo en el sistema de relaciones sociales y necesidades espirituales de su comunidad, a través de las imágenes de Bustos, hombres y mujeres de un rincón de Guanajuato quedaron insertos en el drama histórico de México».
Raquel Tibol agrega en su estudio que la pintura de Hermenegildo Bustos es fruto de una cultura europea que, a lo largo de tres siglos, se abrió paso, se infiltró, se injertó, se aclimató, y al fin brotó como una respuesta a específicas necesidades espirituales de una comunidad aldeana en el centro de México.
«La circulación de su obra se correspondía con las funciones impuestas a los consumidores, quienes accedían a ella en un trato muy directo, sin meandros, entre el productor y el depositario final».
Agrega que Bustos respondió al requerimiento de un mercado artístico estable que tuvo sus normas de trato y sus índices de calidad. Con su muerte desapareció el proveedor y la necesidad declinó. Muchos de los retratos hechos por él se descolgaron de las paredes y fueron guardados en arcones y roperos.
«Con el triunfo de la Revolución Mexicana se produce un profundo movimiento nacional de refuncionalización del arte y es entonces cuando la obra de Bustos, como muchas otras expresiones de la cultura, recibe una carga de significados que antes no había tenido», concluye en su escrito Raquel Tibol.